S?bado, 27 de abril de 2019

Una gran mentiraHacia finales de los años 60 del siglo pasado (el Concilio Vaticano II finalizó en 1965), las sociedades occidentales se vieron azotadas por un vendaval de libertad que en muchos casos fue muy mal entendida. Fueron los años del movimiento hippy en los EE.UU., el Mayo francés del 68 y la Primavera de Praga de ese mismo año, por citar solo algunos acontecimientos históricos reivindicadores de mayores cotas de libertad. Experiencias todas ellas traumáticas pero que dejaron secuelas imborrables, a la vez que alimentaron un imaginario épico repleto de falsedades y medias verdades. Pero lo cierto es que en aquellos días el ambiente subversivo que impregnó el relato de los acontecimientos políticos y sociales sacudió los cimientos del hecho religioso.

El cristianismo fue zarandeado y cuestionado, sobre todo su realidad social. El pensamiento emergente reivindicaba la espontaneidad y sinceridad como bienes esenciales. Esto llevó a cuestionar la tradición y la norma en la práctica religiosa: los actos relativos a la fe solo debían realizarse cuando fueran sentidos de verdad. Asistir por costumbre a misa y rezar por inercia no parecía “sincero” (aunque se creyera en Dios). Pensamiento este que caló en la sociedad en poco tiempo y tuvo como consecuencia el paulatino abandono de la práctica religiosa, especialmente en los más jóvenes. Pronto ir a misa y rezar fue considerado cosa “de otros tiempos”, no digamos acudir al sacramento de la confesión,

Aquel periodo de confusión espiritual propició la aparición de todo tipo de ocurrencias espirituales y existenciales. La pérdida de la brújula moral que suponía el cristianismo dio paso al caos moral y a la pérdida de referentes éticos. Desde el materialismo rampante, pasando por el narcisismo egocéntrico, hasta el buenísmo inane y el relativismo corrosivo, el hombre de nuestro tiempo se ha visto naufragando en un mar de ambiciones y espejismos que ha dado en llamarse «crisis de valores».

La idea de que se podía ser como Dios, y que la Iglesia siempre había querido ocultar esta capacidad del hombre pronto caló y se extendió como un río desbordado. El individuo enseguida descubrió en la New Age el bálsamo con el que potenciar sin límites su autorrealización. La gran mentira estaba en marcha y perdura hasta nuestros días. Por eso resulta oportuno y revelador leer las Confesiones de San Agustín, donde el ilustre teólogo describe lo absurdo de haber aceptado el maniqueísmo frente a la verdad evangélica.

La verdad solo puede ser una, lo demás retórica malintencionada de quienes sufren la tiranía de la soberbia ciega e inmisericorde. Por eso recomiendo a aquellos que gusten y deseen el sabor de la verdad que lean la biografía de Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, filósofa judía agnóstica que se convirtió al catolicismo tras leer en una noche el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús. Providencial.


Publicado por torresgalera @ 13:05  | Pensamiento
Comentarios (0)  | Enviar
Comentarios