En nuestros días el enamoramiento está muy sobrevalorado. Se confunde con facilidad enamorarse con amar, cuando en realidad son dos sentimientos muy diferentes. Enamorarse es un proceso emotivo y sentimental previo (atracción) al verdadero amor. En el enamoramiento el yo queda prisionero y subyugado por la atracción del otro. El deseo se vuelve imperativo y necesita ser saciado apasionadamente, es posesivo y egoísta. En definitiva, la satisfacción del yo se antepone a todo, incluso al deseo y bienestar del otro.
La tradición y convención social distingue y etiqueta al otro, a la persona admirada y deseada, como la persona amada. Pero para que el sentimiento hacia el amado sea verdadero amor debe aún recorrer un largo camino. El deseo y la pasión, aunque seductores y gratificantes, marcan la distancia con el sentimiento auténtico del amor. Queda por recorrer una etapa previa que requiere tiempo de madurez hasta convertirse en auténtico amor. Etapa difícil de superar en estos tiempos a tenor de lo que se ve.
La experiencia nos dice que vivir sólo —sentimentalmente hablando— de los frutos del “flechazo” es una quimera. Mientras el deseo propio se anteponga al deseo del otro el auténtico amor permanece inédito; ni siquiera hay esbozo de sincera amistad. Decía santa Catalina de Génova: «Mi yo es Dios, y no quiero otro yo que Dios mismo». Es decir, cuando desaparece mi yo ese lugar lo ocupa el otro, en este caso la divinidad. Así pues, es menester esforzarse en menguar uno para que sea el otro el que llene nuestro corazón, pues el amor es una fusión de dos corazones, intercambio del yo. «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2:20). Si no se da eso, no es verdadero amor. Para Santa Teresa de Jesús la imagen más exacta de la unión espiritual con Dios es el matrimonio, expresión máxima de unión amorosa entre hombre y mujer.
Recuerdo una famosa parábola sufí que cuenta como un joven enamoradísimo llegó un día, corriendo a la puerta de su amada y, tras llamar insistentemente, la amada preguntó: «¿Quién es?» Él respondió: «Soy yo». La amada dijo: «Vete, no quiero verte». Entonces el enamorado se fue, trató de olvidarla y se dedicó a vivir todo tipo de placeres mundanos, pero no logró olvidarla. Al cabo de un tiempo volvió a visitar a su amada. Al llegar a su casa llamó a la puerta, y escuchó de nuevo: «¿quién es?». El enamorado dijo, «soy yo». La amada replicó: «No quiero verte, vete. Pero, ¿por qué no tratas de encontrar la palabra que a mí me haga abrirte la puerta?». Entonces el joven se marchó, aunque esta vez se retiró a meditar y orar en soledad, y su amor se hizo más intenso, pero más calmado. Y un día, después de cierto tiempo, emprendió una vez más el camino hacia la amada, ya sin precipitación, tranquilamente. Al llegar a la casa, llamó a la puerta sosegadamente. Del otro lado se oyó la pregunta de la amada: «¿Quién es?» El joven respondió: «Soy tú». Y la puerta se abrió al instante.
El misterio del amor no es nada fácil desentrañarlo. Pero un corazón que se da a otro siempre encuentra respuesta.